viernes, 1 de julio de 2011

Un corazón y trece rosas blancas: la sangre feraz

En esta semana de la fiesta del Corazón de Jesús, nos asomamos también al misterio de la extarordinaria feracidad de la sangre derramada por los mártires -hombres y mujeres- en el camino del peregrino.

Esta sangre que vivifica la vida de la Iglesia y hace crecer el Reino de Dios, es un preciado aporte humano y una alabanza perpetua al nuevo orden instaurado por Cristo con Su santo sacrificio y Su resurrección.

13 rosas blancas:

Benedicto XVI firmó también este lunes el decreto por el que se reconoce el martirio de doce hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl y una seglar, que murieron asesinadas por “odio a la fe”, en diversos lugares de la archidiócesis de Valencia, entre el 19 de agosto y el 9 de diciembre de 1936.

Los mártires de Roma.

Mucho antes de esto, en la Roma de Nerón, los cristianos fueron culpados por el incendio de la ciudad eterna (causado por el propio emperador), y perseguidos y martirizados por tres largos años.

No ovidemos...

A aquellos hermanos que, en este momento, son perseguidos y asesinados por causa del Señor Jesús. Ellos representan en un mundo cargado de escepticismo, un ideal del Reino de Dios que atraviesa toda la historia, y trasciende al más allá, cuando estos bienaventurados sean convocados especialmente cerca del Cordero, como narra el Apocalipsis.

El Corazón de Jesús

No quiero terminar este post sin reproducir un texto de San Buenaventura en la viña mística:

  Han taladrado no sólo sus manos y pies (Sal 21,17), sino también atravesaron su costado y han abierto el interior de su corazón santísimo que ya se había herido por la lanza del amor... Acerquémonos, y estremezcámonos, nos alegraremos en ti, recordando tu corazón. ¡Qué dulzura, qué delicia convivir en este corazón! (cf Sal 132,2). Tu corazón, ¡oh buen Jesús!, es un verdadero tesoro, una perla preciosa, que hemos encontrado profundizando en el conocimiento de tu cuerpo (Mt 13,44-45). ¿Quién la rechazaría? Más bien, lo daría todo; a cambio, entregaré todos mis pensamientos y todos mis deseos para obtenerla, depositando todas mis preocupaciones en el corazón del Señor Jesús, y sin duda este corazón me alimentará.
        En este templo, en este «santa santorum», ante esta arca de la alianza (1R 6,19), adoraré y alabaré el nombre del Señor, diciendo con David: "He encontrado mi corazón para pedir al Señor» (2S 7,27). Y yo, he encontrado el corazón de Jesús, mi Rey, mi hermano y mi tierno amigo. Y yo ¿no rezaré? Ciertamente rezaré. Porque su corazón está conmigo, le diré con audacia, e incluso más: porque Cristo está verdaderamente a mi lado, como mi jefe, mi cabeza (Col 1,18), ¿no estará conmigo?... Este corazón divino es mi corazón; está verdaderamente en mi. Realmente, con Jesús dispongo mi corazón. ¿Qué tiene de extraño esto? La «multitud de creyentes" formaban «un solo corazón" (Hchos. 4,32).
        Habiendo encontrado, muy dulce Jesús, este corazón, que es el tuyo y el mío, te rezaré a ti que eres mi Dios. Recibe mis oraciones en este santuario donde tu nos escuchas, o más bien, atráeme enteramente hacia tu corazón... Tú puedes hacerme pasar por el agujero de una aguja, después de haberme hecho depositar el peso de esta carga que llevo sobre los hombros (Mt 19,24; 11,28). Jesús, el más hermoso de toda la belleza humana, lávame aún más de mi iniquidad y purifícame de mis pecados (Sal 44,3; 50,4) para que, purificado por ti, me pueda me acercar a ti que eres más puro, que merezca «habitar todos los días de mi vida» en tu corazón y pueda siempre ver y realizar tu voluntad (Sal. 26,4 ss).