A los peregrinos de la República Argentina especialmente, y a otros peregrinos de otros países también, nos puede servir este extracto de la homilía que pronunció el Sr. Arzobispo de Buenos Aires y Primado de la Argentina, en ocasión del "Te Deum" al que no asistió ni la Presidente ni el Jefe de Gobierno de la Ciudad.
Al que quiera leer la totalidad del mensaje, que no tiene desperdicio, lo remito al siguiente vínculo:
"Salvando
los vaivenes de la historia y las ambigüedades de los hombres, nuestros
padres de Mayo, con sus muchas diferencias y errores, apostaron a la
confianza mutua que es raíz y fruto del amor. La confianza de poder
poner las bases para conducir nuestro propio destino y todo lo que
simbolizamos como Patria y Nación. Y sin enunciados previos, un
verdadero amor social se fue dando en el sacrificio diario de la
construcción de esta Nación. Sangre y trabajo, renuncias y destierros
llenan las páginas de nuestra historia. Aun oponiéndose el odio
fratricida y las ambiciones particulares que traban y atrasan, no hacen
sino confirmar que el amor a aquel proyecto fundante iba llevando a cabo
este sueño de ser argentino. Inconcluso o truncado, herido o
debilitado, el sueño está ahí para seguir siendo realizado y el
Evangelio que hoy nos ilumina nos recuerda el amor fundante.
Un amor que exige “todo tu corazón y tu alma, tu espíritu y tus fuerzas” porque Jesús sabe, como lo sabían los sabios de Israel, que quien ama así a Dios no teme hacerlo con los demás, le sale solo y ligero. Los que aman con todo su ser, aun llenos de debilidades y límites, son los que vuelan con ligereza, libres de influencias y presiones. Quien no ama de “corazón y espíritu” se arrastra pesadamente entre sus especulaciones y miedos, se siente perseguido y amenazado, necesita reforzar su poder sin parar ni medir las consecuencias.
Jesús no da sólo un mandamiento en el sentido más común de la palabra sino que proclama la única forma de fundar un vínculo y una comunidad que sea humanizadora: el amor gratuito, sin reclamos, que es consistente por convicciones, que siente y piensa a los otros como prójimos, es decir como a sí mismo. Es cierto que resulta difícil encontrar un ser humano que no sienta la necesidad, la carencia o el deseo dirigido al amor, pero también es verdad que nuestras limitadas condiciones siempre lo estrechan y repliegan a los propios intereses. El amor que propone Jesús es gratuito e ilimitado y por ello muchos lo consideran, a El y su enseñanza, un delirio, una locura y prefieren conformarse con la mediocridad ambigua… sin críticas ni desafíos. Y esos mismos predicadores de la mediocridad cultural y social reclaman, cuando sus intereses se ven afectados, actitudes éticas por parte de los demás y de las autoridades. Pero ¿en qué se puede fundar una ética sino en el interés que “el otro” y “los otros” me despiertan desde el amor como convicción y actitud fundamental?, es decir desde esta “locura” que Jesús propone.
Esta “locura” del mandamiento del amor que propone el Señor y nos defiende en nuestro ser aleja también las otras “locuras” tan cotidianas que mienten y dañan y terminan impidiendo la realización del proyecto de Nación: la del relativismo y la del poder como ideología única. El relativismo que, con la excusa del respeto de las diferencias, homogeiniza en la transgresión y en la demagogia; todo lo permite para no asumir la contrariedad que exige el coraje maduro de sostener valores y principios. El relativismo es, curiosamente, absolutista y totalitario, no permite diferir del propio relativismo, en nada difiere con el “cállese” o “no te metas”.
El poder como ideología única es otra mentira. Si los prejuicios ideológicos deforman la mirada sobre el prójimo y la sociedad según las propias seguridades y miedos, el poder hecho ideología única acentúa el foco persecutorio y prejuicioso de que “todas las posturas son esquemas de poder” y “todos buscan dominar sobre los otros”. De esta manera se erosiona la confianza social que, como señalé, es raíz y fruto del amor.
Jesús, en cambio, manifestó el poder del amor como servicio. Por más que se lo destruya el poder del amor como servicio siempre resucita. Su fuente está más allá de toda indicación humana; es la paternidad amorosa de Dios, fuente inalcanzable e incuestionable. El amor procurado por uno al otro hace que éste no sea manipulado ni malintepretado. Sólo lo superior, el amor de Dios, afianza el poder de Jesús.
Nosotros somos invitados a refundarnos en la soberanía del amor simple y profundo, del amor que hoy escuchamos en el Evangelio, mandamiento que anuda el amor de Cristo y de Dios Padre en los vínculos y la dignidad de los otros amados como “a nosotros mismos”. Pero, en cambio, cuando se utiliza el nombre de Dios para someter y violentar, o a cualquier otra entidad real o ideológica para lo mismo, se cae en pura idolatría y, cuando lo hacemos, no obramos como El obra con nosotros."
Un amor que exige “todo tu corazón y tu alma, tu espíritu y tus fuerzas” porque Jesús sabe, como lo sabían los sabios de Israel, que quien ama así a Dios no teme hacerlo con los demás, le sale solo y ligero. Los que aman con todo su ser, aun llenos de debilidades y límites, son los que vuelan con ligereza, libres de influencias y presiones. Quien no ama de “corazón y espíritu” se arrastra pesadamente entre sus especulaciones y miedos, se siente perseguido y amenazado, necesita reforzar su poder sin parar ni medir las consecuencias.
Jesús no da sólo un mandamiento en el sentido más común de la palabra sino que proclama la única forma de fundar un vínculo y una comunidad que sea humanizadora: el amor gratuito, sin reclamos, que es consistente por convicciones, que siente y piensa a los otros como prójimos, es decir como a sí mismo. Es cierto que resulta difícil encontrar un ser humano que no sienta la necesidad, la carencia o el deseo dirigido al amor, pero también es verdad que nuestras limitadas condiciones siempre lo estrechan y repliegan a los propios intereses. El amor que propone Jesús es gratuito e ilimitado y por ello muchos lo consideran, a El y su enseñanza, un delirio, una locura y prefieren conformarse con la mediocridad ambigua… sin críticas ni desafíos. Y esos mismos predicadores de la mediocridad cultural y social reclaman, cuando sus intereses se ven afectados, actitudes éticas por parte de los demás y de las autoridades. Pero ¿en qué se puede fundar una ética sino en el interés que “el otro” y “los otros” me despiertan desde el amor como convicción y actitud fundamental?, es decir desde esta “locura” que Jesús propone.
Esta “locura” del mandamiento del amor que propone el Señor y nos defiende en nuestro ser aleja también las otras “locuras” tan cotidianas que mienten y dañan y terminan impidiendo la realización del proyecto de Nación: la del relativismo y la del poder como ideología única. El relativismo que, con la excusa del respeto de las diferencias, homogeiniza en la transgresión y en la demagogia; todo lo permite para no asumir la contrariedad que exige el coraje maduro de sostener valores y principios. El relativismo es, curiosamente, absolutista y totalitario, no permite diferir del propio relativismo, en nada difiere con el “cállese” o “no te metas”.
El poder como ideología única es otra mentira. Si los prejuicios ideológicos deforman la mirada sobre el prójimo y la sociedad según las propias seguridades y miedos, el poder hecho ideología única acentúa el foco persecutorio y prejuicioso de que “todas las posturas son esquemas de poder” y “todos buscan dominar sobre los otros”. De esta manera se erosiona la confianza social que, como señalé, es raíz y fruto del amor.
Jesús, en cambio, manifestó el poder del amor como servicio. Por más que se lo destruya el poder del amor como servicio siempre resucita. Su fuente está más allá de toda indicación humana; es la paternidad amorosa de Dios, fuente inalcanzable e incuestionable. El amor procurado por uno al otro hace que éste no sea manipulado ni malintepretado. Sólo lo superior, el amor de Dios, afianza el poder de Jesús.
Nosotros somos invitados a refundarnos en la soberanía del amor simple y profundo, del amor que hoy escuchamos en el Evangelio, mandamiento que anuda el amor de Cristo y de Dios Padre en los vínculos y la dignidad de los otros amados como “a nosotros mismos”. Pero, en cambio, cuando se utiliza el nombre de Dios para someter y violentar, o a cualquier otra entidad real o ideológica para lo mismo, se cae en pura idolatría y, cuando lo hacemos, no obramos como El obra con nosotros."