Ya los medios de
comunicación masiva, al menos por un tiempo, callaron acerca de la engañosa
“información” que propalaron: “ahora la Iglesia Católica perdona el pecado del
aborto”. Considero importante dedicarle un poco de tiempo en este Blog a todo
el texto de la Bula, sobre todo porque en ella en el número 14, se hace una
referencia que toca de cerca al título de este blog:
“La peregrinación es un signo peculiar en el Año
Santo, porque es imagen del camino que cada persona realiza en su existencia.
La vida es una peregrinación y el ser humano es viator, un peregrino que
recorre su camino hasta alcanzar la meta anhelada.”
Como pretendo
exponer a lo largo de estas líneas, lo más importante del texto de la Bula quedó
oculto por la “mass media”, y por ende, escondido para todo lector de noticias,
o aquel que no tenga tiempo o ganas de dedicarse a estos temas.
Lo primero; el
título de la Bula[1]: “Misericordiae
Vultus”, se podría traducir como “Buscando la misericordia”. Pero, ¿Qué es la
misericordia? ¿Es lo mismo misericordia Divina que virtud humana?
El DRAE define
perfectamente las diferencias entre ambas: como primera acepción dice “Virtud
que inclina el ánimo a compadecerse de los trabajos y miserias ajenos.”
Mientras que, aclarando como perteneciente a la religión, predica de la
Misericordia Divina “Atributo de Dios, en cuya virtud perdona los pecados y
miserias de sus criaturas.” La humana es una virtud, esto es un hábito
operativo bueno, la de Dios; un atributo de su Ser.
Esta distinción
puede ser sutil a primera vista, pero en mi opinión, en todo el texto se
confunde constantemente entre ambas, y en esta confusión, también se confunde
el concepto de perdón, y la relación que existe entre misericordia y justicia.
Pero vamos por
partes. En el número uno se nos dice
que “Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre”, para proseguir
luego con una relación muy bella acerca de la Encarnación.
Sin embargo, se
olvida de la Tercera Persona; el Espíritu Santo. Con frecuencia no tratamos al
Espíritu como una persona. No obstante, Jesús nos ha confiado a Él y ha dicho
que «Él les enseñará todo, y les recordará todo lo que les he dicho», nos
acompañará, nos convencerá de la maldad del pecado, nos arrancará del pecado.
Jesús nos ha encomendado a Él y ha dicho que es nuestro apoyo, nuestro maestro;
sin embargo, muy a menudo no nos relacionamos con Él como una persona viva,
viva que está en medio de nosotros. Lo consideramos una realidad lejana,
impersonal, desvaída, irreal.
¡Qué bueno
hubiera sido arrancar con una referencia a la Santísima Trinidad, y recordar a
la vez la secuencia del Santo Espíritu: “Sin Tu ayuda divina no hay nada en el
hombre, nada que sea inocente”.
El
arrepentimiento que precede a todo perdón, proviene de la Fe, no sólo como una
disposición humana, sino entendida ella como un don de Dios.
Teniendo en
cuenta lo antedicho, recién en el número
dos se menciona a la Trinidad: “Misericordia: es la palabra que revela el
misterio de la Santísima Trinidad.” Texto oscuro, ya que el mismo queda encerrado
en un contexto de definiciones acerca de qué cosa es la misericordia. Por otra
parte, la Santísima Trinidad es un misterio precisamente porque no puede ser
comprendida por la mente humana.
En el número tres se dice con mucho acierto
que: “La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie
podrá poner un límite al amor de Dios que perdona.” Pero olvida decir que Dios
perdona solamente a aquellos que se arrepienten. Y que no perdona el pecado
contra el Espíritu Santo.
Es cosa curiosa
que en todo el texto de la Bula no figure el verbo “arrepentirse”, en
cualquiera de sus formas y tiempos, ni tampoco el sustantivo “arrepentimiento”.
Para hacerse
acreedor a la consecuencia lógica de la misericordia divina, es decir el perdón
de nuestros pecados, es necesaria la Fe, y sin duda el arrepentimiento. Así lo
atestigua todo el Nuevo Testamento.
Aún más, en todo
de acuerdo con la síntesis efectuada por Romano Guardini[2],
si el pecado se realiza no solamente contra Dios sino también contra otra
persona, es necesario contemplar la reparación de la culpa, que supone un
esfuerzo del pecador y cuando este no basta, la reparación obra por los méritos
del santo sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo.
Es por todo esto
que anualmente la Santa Iglesia nos recuerda al comienzo de cada cuaresma:
“arrepiéntete y cree en el evangelio”. ¡Frente a la Misericordia Divina:
Arrepentimiento!
Resulta llamativo
que en este acápite se diga que se ha elegido -en forma coherente y acertada-
la apertura del Año Santo el día de la solemnidad de la Inmaculada Concepción,
el cual se constituye de algún modo en el comienzo del plan salvífico de Dios,
mientras que en el siguiente epígrafe, el
número cuatro, se dice que:
“He escogido la
fecha del 8 de diciembre por su gran significado en la historia reciente de la
Iglesia. En efecto, abriré la Puerta Santa en el quincuagésimo aniversario de
la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La Iglesia siente la
necesidad de mantener vivo este evento. Para ella iniciaba un nuevo periodo de
su historia. Los Padres reunidos en el Concilio habían percibido intensamente,
como un verdadero soplo del Espíritu, la exigencia de hablar de Dios a los
hombres de su tiempo en un modo más comprensible. Derrumbadas las murallas que
por mucho tiempo habían recluido la Iglesia en una ciudadela privilegiada…”
Es de lamentar
que el autor descalifique toda la enseñanza de la Iglesia de un plumazo, por
ser “no comprensible”.
Cuando era
pequeño, y concurría a la catequesis de primera comunión, el catecismo se
aprendía en forma de preguntas y respuestas. La primera era ¿Quién es Dios? Y
la respuesta: “Dios es el Ser Supremo que premia a los buenos y castiga a los
malos”. Seguramente hoy los modernos fariseos se rasgarían las vestiduras por
esa respuesta. ¡Pero qué clara y comprensible resultaba!
¿Cómo se puede
afirmar que la Iglesia vivía dentro de las murallas de una ciudadela
privilegiada? La Iglesia es la esposa mística de Nuestro Señor, y siempre
proclamó la buena noticia. Siempre aseguró la doctrina fiel y segura y fue
depositaria de los tesoros de la Revelación.
Desde los
primeros tiempos los cristianos fueron el resto de Israel, la asamblea de los
santos de Dios. Aún con toda la carga de miseria humana que todos traemos y
llevamos, nunca fue indiferente. Nunca dejó de proclamar la Palabra, y lo que
es aún más importante, nunca dejó un solo día de cumplir el mandato de Jesús:
celebrar el santo sacrificio del altar, el mismo sacrificio de la cruz
efectuado en forma incruenta (no la fiesta o banquete del cual se habla ahora).
¡Una multitud incontable de santos lo atestigua ya como parte de la iglesia
triunfante!
¿Quién puede
atreverse a decir, en forma tan taxativa, que la Iglesia se había encerrado en
las murallas de una ciudadela privilegiada?
¡A este paso,
seguramente no faltará quien reproche la pedagogía de Nuestro Señor por hablar
en parábolas![3] ¡…Por
ser poco comprensible!
El otro párrafo
lamentable de este desdichado texto es el siguiente: “El Concilio ha enviado al
mundo contemporáneo en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores,
en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza: sus valores no sólo han
sido respetados sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones,
purificadas y bendecidas… Otra cosa debemos destacar aún: toda esta riqueza
doctrinal se vuelca en una única dirección: servir al hombre.”
Seguramente los
deprimentes diagnósticos han de ser las propias palabras de Nuestro Señor:
“generación adúltera y pecadora”[4]
y los funestos presagios, además de las señales de la ruina de Jerusalén y el
fin del mundo[5],
han de ser los mensajes de la santísima Virgen[6]
, que se suceden en diferentes épocas y lugares.
Por último, he
ahí expuesto abiertamente el error que se repite machaconamente como una verdad
indiscutible en casi todas las comunicaciones actuales de los Papas: la Iglesia
existe para servir al hombre. ¡Qué gran confusión! La Santa Iglesia existe para
servir a Dios. Nuestra única razón de ser y existir es precisamente ese
servicio.
Si enseñamos,
ayudamos y servimos a otros hombres, lo hacemos por amor a Dios[7]
¿O acaso la miseria de la humanidad suscita per
se el amor del hombre por el
hombre? ¿Acaso es la Iglesia filantrópica?
El número cinco establece acertadamente
que el Año jubilar se concluirá en la solemnidad litúrgica de Jesucristo Rey
del Universo, encomendando la vida de la Iglesia, la humanidad entera y el
inmenso cosmos a la Señoría de Cristo.
El número seis está destinado a glosar la
misericordia de Dios, utilizando el siguiente punto de vista: “Su ser
misericordioso se constata concretamente en tantas acciones de la historia de
la salvación donde su bondad prevalece por encima del castigo y la destrucción”.
Esto es cierto,
pero en parte. Además de un Señor misericordioso, El Señor de los ejércitos es
un guerrero.
Por cada
israelita que alcanzaba la misericordia, a menudo se destruía otro pueblo que
adoraba falsos dioses. Nuestro Señor Jesucristo, a menudo llamado Príncipe de
la Paz (de una paz que no es la del mundo), también vino a traer la guerra, la
espada o el disenso[8],
en un contexto en el cual el que no estaba con Él, estaba contra Él.
Nosotros, los
cristianos, hemos alcanzado la misericordia porque los hijos de Israel no lo
recibieron. La Iglesia de la misericordia divina es para aquellos que se
convierten y creen en la Buena Noticia. Extra Ecclesiam nulla salus, fuera
de la Iglesia no hay salvación[9].
Por lo tanto, si
bien la misericordia divina es para todos los hombres, ellos deben hacer uso de
la libertad con que fueron creados para beneficiarse de la misma. Nada de esto
se aclara en la Bula. Bien está que la misma no es un tratado de estudios
teológicos. Pero el texto debe forzosamente suponer un contexto de ese orden,
cosa del cual carece, o bien el mismo resulta parcial.
En el número siete, se continúa hablando de
la misericordia divina, en este caso desde la perspectiva del salmo 136, del
cual se nos informa que pertenece al gran hallel[10],
dando un contexto teológico judío al tema de la misericordia.
Un dato curioso
resulta del final de cada estrofa del salmo, según es citado por la Bula:
“Eterna es Su misericordia”, traducción que responde, no se sabe si del hebreo
o de la nova vulgata, que reza “in aeternum misericordia eius”. El salmo 136 en
castellano es traducido como: “porque es eterno Su amor”[11]
En el número ocho, quizás el texto más
sugerente del acápite, hablando del amor de Jesús y su misericordia es el
siguiente: “Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las
personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo
de la misericordia. En Él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de
compasión”.
Es verdad. Pero
también el texto nos introduce a un argumento delicado y quizás malinterpretado
en muchas oportunidades.
Pareciera que en
la teología progresista el amor que siente Dios por los pobres y otras
categorías mencionadas es un amor de predilección. Y desde luego que lo es:
pero es que Dios prefiere a los pequeños[12].
Ser pobre de espíritu no es ser carenciado. He aquí el error moderno de la
llamada teología de la liberación (versión argentina, teología del pueblo):
para imitar a Nuestro Señor, vayamos hacia los carenciados. No importa si no quieren
trabajar, o son drogadictos, o ladrones o asesinos; el sistema los ha marginado.
No importa que no se hayan arrepentido ni crean en la Buena Noticia. No es
culpa de ellos sino de la sociedad. ¡Corramos a su encuentro! Cual cruzados
modernos, estos teólogos prorrumpen en el grito: ¡Dios lo quiere!
He aquí el
nacimiento de tantos males modernos: la suposición de una responsabilidad
personal nula de los carenciados, el garantismo en la aplicación de la ley, el
fomento del odio de clases, el discurso anticapitalista enraizado en un
marxismo disfrazado, el odio hacia una supuesta oligarquía terrateniente y
tantos otros. Un supuesto amor que al final engendra odio. Así recibí un
escupitajo en el rostro y el epíteto “oligarca”, simplemente porque estaba
sentado en un transporte público vestido de traje y corbata. Hasta eso hemos
llegado. Doy fe.
De hecho,
Nuestro Señor también se relacionaba con los ricos: unos, pobres de espíritu,
como Nicodemo, otros, como aquel joven de quien no sabemos su nombre, que
cumplían todos los mandamientos, pero no se despojaban de aquello que más
querían, y que no era Dios.[13]
El número nueve es quizás el texto más
logrado acerca de la misericordia, y la necesidad que tenemos los hijos de Dios
de imitar su obrar: llevar a acto la imagen de Dios de la que fuimos hechos.
Cabe sin embargo
repetir la pregunta ya formulada: ¿es posible perdonar, es decir según el DRAE[14]
“Remitir la deuda, ofensa, falta, delito u otra cosa”, sin antes el
arrepentimiento de quien ofende?
Finaliza este
acápite con dos frases de gran peso y obligación: “Como ama el Padre, así aman
los hijos. Como Él es misericordioso, así estamos nosotros llamados a ser
misericordiosos los unos con los otros”.
El número diez trae nuevamente a la
atención algunos pensamientos centrales que es necesario analizar: en primer
lugar, la frase “Tal vez por mucho tiempo nos hemos olvidado de indicar y de
andar por la vía de la misericordia. Por una parte, la tentación de pretender
siempre y solamente la justicia ha hecho olvidar que ella es el primer paso,
necesario e indispensable; la Iglesia no obstante necesita ir más lejos para
alcanzar una meta más alta y más significativa”.
En verdad, esta
frase ignora una de las verdades más importantes acerca de la noción de Dios:
Él es el Ser Supremo infinitamente justo e infinitamente misericordioso a la
vez.
Pensar en ser
justos con una opción superadora que vendría a ser la misericordia es abrirles
las puertas de la salvación a todos los hombres, quitándole su responsabilidad
moral. Algo tremendamente injusto.
Existen dos
momentos en la historia de la salvación que pueden aparecer distintos, pero no
lo son. El primero es la aparición del Mesías, quien dice que no ha venido a
juzgar[15]
pero a continuación dice: el que cree en Mí no es condenado, pero aquel que no
crea, ya está condenado[16]
En eso consiste el juicio.
El segundo
momento es la venida del Juez Fiel y Veraz: el Juicio Final[17]
Algunas personas creen que en el período entre la primera y segunda venida la
norma no es nada más que la misericordia[18].
Esto está muy alejado de la verdad, pues es el Hombre quien se condena a sí
mismo rechazando al Espíritu de Dios.
Para Dios, el
Ser Supremo, todo es un eterno presente. El drama de la historia colectiva y
personal de cada hombre que ha vivido o vivirá se encuentra frente a sus ojos.
Es por eso que no hay dos momentos. La Escritura es tremendamente coherente en
la medida en que se piense que en ella es Dios mismo quien habla a los hombres.
Dios no puede ser de una manera en su primera venida y de otra en la parusía.
Juzgar la historia de la salvación con categorías humanas puede ser una trampa
mortal para cualquier conclusión teológica.
[1] Bula, del latín bulla: Documento pontificio relativo a materia de
fe o de interés general, concesión de gracias o privilegios o asuntos judiciales
o administrativos, expedido por la Cancillería Apostólica y autorizado por el
sello de su nombre u otro parecido estampado con tinta roja. Sello de plomo que
va pendiente de ciertos documentos pontificios y que por un lado representa las
cabezas de San Pedro y San Pablo y por el otro lleva el nombre del Papa.
[2] Romano Guardini, Ética: lecciones en la Universidad de Múnich, Cap.
III, Biblioteca de Autores Cristianos, 1999
[3] Al respecto, véase la perícopa Mt 13, 1-23
[4] Marcos 8:38
[5] Mt, 24
[6] Los mensajes de Nuestra
Señora de la Salette para el mundo dados en 1846 son importantes y actuales
para nuestros días: "No ofendan más a Dios (no pequen más) y hagan
penitencia; si no, terribles pruebas y sufrimientos vendrán sobre el
mundo". El mismo mensaje ha dado Nuestra Señora en Lourdes y en Fátima:
oración, penitencia y consagración a su Inmaculado Corazón.
[7] Jn 13:34
[8] Mt 10,34
[9] Consúltese Catecismo de la Iglesia Católica, 846-848
[10] La cena pascual judía, o Seder de Pascua, concluía en el tiempo de Jesús,
y concluye también hoy, con la recitación de unos salmos especiales que se
llaman Hallel, o alabanza. Se llaman así porque todos ellos comienzan con las
palabras Hallelu Yah, "Alabad al Señor". Este Hallel se divide en dos
partes, el pequeño Hallel, formado por los salmos 113 al 118, y el gran Hallel,
el salmo 136 de la Biblia hebrea. Es el salmo conclusivo de la cena pascual, el
más solemne e importante de todos.
[11] Salmo 136, Biblia de Jerusalen
[12] Ya lo sabía muy bien Santa Teresita del Niño Jesús, quien
explícitamente dijo que lo que Dios amaba en ella era su pequeñez.
[13] Mt 19, 16-22
[14] Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua
[15] “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo,
sino para que el mundo sea salvado por Él” Jn 3, 17.
[16] Jn 3, 18-19
[17] Apocalipsis 19, 11-21
[18] Al respecto, véase el libro: El Pato apresurado o apología de los
hombres, BAC, 301 Madrid 1970