miércoles, 30 de septiembre de 2015

Reflexiones en torno a la Bula “Misericordiae Vultus” 1 PARTE

Estas reflexiones sobre la Bula papal disponiendo acerca del Jubileo Extraordinario de la Misericordia se comprenderán mejor si tiene a mano el texto de la misma. Ábrala en otra pestaña haciendo click



Ya los medios de comunicación masiva, al menos por un tiempo, callaron acerca de la engañosa “información” que propalaron: “ahora la Iglesia Católica perdona el pecado del aborto”. Considero importante dedicarle un poco de tiempo en este Blog a todo el texto de la Bula, sobre todo porque en ella en el número 14, se hace una referencia que toca de cerca al título de este blog:

“La peregrinación es un signo peculiar en el Año Santo, porque es imagen del camino que cada persona realiza en su existencia. La vida es una peregrinación y el ser humano es viator, un peregrino que recorre su camino hasta alcanzar la meta anhelada.”

Como pretendo exponer a lo largo de estas líneas, lo más importante del texto de la Bula quedó oculto por la “mass media”, y por ende, escondido para todo lector de noticias, o aquel que no tenga tiempo o ganas de dedicarse a estos temas.

Lo primero; el título de la Bula[1]: “Misericordiae Vultus”, se podría traducir como “Buscando la misericordia”. Pero, ¿Qué es la misericordia? ¿Es lo mismo misericordia Divina que virtud humana?
El DRAE define perfectamente las diferencias entre ambas: como primera acepción dice “Virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los trabajos y miserias ajenos.” Mientras que, aclarando como perteneciente a la religión, predica de la Misericordia Divina “Atributo de Dios, en cuya virtud perdona los pecados y miserias de sus criaturas.” La humana es una virtud, esto es un hábito operativo bueno, la de Dios; un atributo de su Ser.

Esta distinción puede ser sutil a primera vista, pero en mi opinión, en todo el texto se confunde constantemente entre ambas, y en esta confusión, también se confunde el concepto de perdón, y la relación que existe entre misericordia y justicia.

Pero vamos por partes. En el número uno se nos dice que “Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre”, para proseguir luego con una relación muy bella acerca de la Encarnación.

Sin embargo, se olvida de la Tercera Persona; el Espíritu Santo. Con frecuencia no tratamos al Espíritu como una persona. No obstante, Jesús nos ha confiado a Él y ha dicho que «Él les enseñará todo, y les recordará todo lo que les he dicho», nos acompañará, nos convencerá de la maldad del pecado, nos arrancará del pecado. Jesús nos ha encomendado a Él y ha dicho que es nuestro apoyo, nuestro maestro; sin embargo, muy a menudo no nos relacionamos con Él como una persona viva, viva que está en medio de nosotros. Lo consideramos una realidad lejana, impersonal, desvaída, irreal.

¡Qué bueno hubiera sido arrancar con una referencia a la Santísima Trinidad, y recordar a la vez la secuencia del Santo Espíritu: “Sin Tu ayuda divina no hay nada en el hombre, nada que sea inocente”.

El arrepentimiento que precede a todo perdón, proviene de la Fe, no sólo como una disposición humana, sino entendida ella como un don de Dios.

Teniendo en cuenta lo antedicho, recién en el número dos se menciona a la Trinidad: “Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad.” Texto oscuro, ya que el mismo queda encerrado en un contexto de definiciones acerca de qué cosa es la misericordia. Por otra parte, la Santísima Trinidad es un misterio precisamente porque no puede ser comprendida por la mente humana.

En el número tres se dice con mucho acierto que: “La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona.” Pero olvida decir que Dios perdona solamente a aquellos que se arrepienten. Y que no perdona el pecado contra el Espíritu Santo.

Es cosa curiosa que en todo el texto de la Bula no figure el verbo “arrepentirse”, en cualquiera de sus formas y tiempos, ni tampoco el sustantivo “arrepentimiento”.

Para hacerse acreedor a la consecuencia lógica de la misericordia divina, es decir el perdón de nuestros pecados, es necesaria la Fe, y sin duda el arrepentimiento. Así lo atestigua todo el Nuevo Testamento.

Aún más, en todo de acuerdo con la síntesis efectuada por Romano Guardini[2], si el pecado se realiza no solamente contra Dios sino también contra otra persona, es necesario contemplar la reparación de la culpa, que supone un esfuerzo del pecador y cuando este no basta, la reparación obra por los méritos del santo sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo.

Es por todo esto que anualmente la Santa Iglesia nos recuerda al comienzo de cada cuaresma: “arrepiéntete y cree en el evangelio”. ¡Frente a la Misericordia Divina: Arrepentimiento!

Resulta llamativo que en este acápite se diga que se ha elegido -en forma coherente y acertada- la apertura del Año Santo el día de la solemnidad de la Inmaculada Concepción, el cual se constituye de algún modo en el comienzo del plan salvífico de Dios, mientras que en el siguiente epígrafe, el número cuatro, se dice que:

“He escogido la fecha del 8 de diciembre por su gran significado en la historia reciente de la Iglesia. En efecto, abriré la Puerta Santa en el quincuagésimo aniversario de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La Iglesia siente la necesidad de mantener vivo este evento. Para ella iniciaba un nuevo periodo de su historia. Los Padres reunidos en el Concilio habían percibido intensamente, como un verdadero soplo del Espíritu, la exigencia de hablar de Dios a los hombres de su tiempo en un modo más comprensible. Derrumbadas las murallas que por mucho tiempo habían recluido la Iglesia en una ciudadela privilegiada…”

Es de lamentar que el autor descalifique toda la enseñanza de la Iglesia de un plumazo, por ser “no comprensible”.

Cuando era pequeño, y concurría a la catequesis de primera comunión, el catecismo se aprendía en forma de preguntas y respuestas. La primera era ¿Quién es Dios? Y la respuesta: “Dios es el Ser Supremo que premia a los buenos y castiga a los malos”. Seguramente hoy los modernos fariseos se rasgarían las vestiduras por esa respuesta. ¡Pero qué clara y comprensible resultaba!

¿Cómo se puede afirmar que la Iglesia vivía dentro de las murallas de una ciudadela privilegiada? La Iglesia es la esposa mística de Nuestro Señor, y siempre proclamó la buena noticia. Siempre aseguró la doctrina fiel y segura y fue depositaria de los tesoros de la Revelación.

Desde los primeros tiempos los cristianos fueron el resto de Israel, la asamblea de los santos de Dios. Aún con toda la carga de miseria humana que todos traemos y llevamos, nunca fue indiferente. Nunca dejó de proclamar la Palabra, y lo que es aún más importante, nunca dejó un solo día de cumplir el mandato de Jesús: celebrar el santo sacrificio del altar, el mismo sacrificio de la cruz efectuado en forma incruenta (no la fiesta o banquete del cual se habla ahora). ¡Una multitud incontable de santos lo atestigua ya como parte de la iglesia triunfante!

¿Quién puede atreverse a decir, en forma tan taxativa, que la Iglesia se había encerrado en las murallas de una ciudadela privilegiada?

¡A este paso, seguramente no faltará quien reproche la pedagogía de Nuestro Señor por hablar en parábolas![3] ¡…Por ser poco comprensible!

El otro párrafo lamentable de este desdichado texto es el siguiente: “El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores, en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza: sus valores no sólo han sido respetados sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas… Otra cosa debemos destacar aún: toda esta riqueza doctrinal se vuelca en una única dirección: servir al hombre.”

Seguramente los deprimentes diagnósticos han de ser las propias palabras de Nuestro Señor: “generación adúltera y pecadora”[4] y los funestos presagios, además de las señales de la ruina de Jerusalén y el fin del mundo[5], han de ser los mensajes de la santísima Virgen[6] , que se suceden en diferentes épocas y lugares.

Por último, he ahí expuesto abiertamente el error que se repite machaconamente como una verdad indiscutible en casi todas las comunicaciones actuales de los Papas: la Iglesia existe para servir al hombre. ¡Qué gran confusión! La Santa Iglesia existe para servir a Dios. Nuestra única razón de ser y existir es precisamente ese servicio.

Si enseñamos, ayudamos y servimos a otros hombres, lo hacemos por amor a Dios[7] ¿O acaso la miseria de la humanidad suscita per se el amor del hombre por el hombre? ¿Acaso es la Iglesia filantrópica?

El número cinco establece acertadamente que el Año jubilar se concluirá en la solemnidad litúrgica de Jesucristo Rey del Universo, encomendando la vida de la Iglesia, la humanidad entera y el inmenso cosmos a la Señoría de Cristo.

El número seis está destinado a glosar la misericordia de Dios, utilizando el siguiente punto de vista: “Su ser misericordioso se constata concretamente en tantas acciones de la historia de la salvación donde su bondad prevalece por encima del castigo y la destrucción”.

Esto es cierto, pero en parte. Además de un Señor misericordioso, El Señor de los ejércitos es un guerrero.

Por cada israelita que alcanzaba la misericordia, a menudo se destruía otro pueblo que adoraba falsos dioses. Nuestro Señor Jesucristo, a menudo llamado Príncipe de la Paz (de una paz que no es la del mundo), también vino a traer la guerra, la espada o el disenso[8], en un contexto en el cual el que no estaba con Él, estaba contra Él.

Nosotros, los cristianos, hemos alcanzado la misericordia porque los hijos de Israel no lo recibieron. La Iglesia de la misericordia divina es para aquellos que se convierten y creen en la Buena Noticia. Extra Ecclesiam nulla salus, fuera de la Iglesia no hay salvación[9].

Por lo tanto, si bien la misericordia divina es para todos los hombres, ellos deben hacer uso de la libertad con que fueron creados para beneficiarse de la misma. Nada de esto se aclara en la Bula. Bien está que la misma no es un tratado de estudios teológicos. Pero el texto debe forzosamente suponer un contexto de ese orden, cosa del cual carece, o bien el mismo resulta parcial.

En el número siete, se continúa hablando de la misericordia divina, en este caso desde la perspectiva del salmo 136, del cual se nos informa que pertenece al gran hallel[10], dando un contexto teológico judío al tema de la misericordia.

Un dato curioso resulta del final de cada estrofa del salmo, según es citado por la Bula: “Eterna es Su misericordia”, traducción que responde, no se sabe si del hebreo o de la nova vulgata, que reza “in aeternum misericordia eius”. El salmo 136 en castellano es traducido como: “porque es eterno Su amor”[11]

En el número ocho, quizás el texto más sugerente del acápite, hablando del amor de Jesús y su misericordia es el siguiente: “Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En Él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión”.

Es verdad. Pero también el texto nos introduce a un argumento delicado y quizás malinterpretado en muchas oportunidades.

Pareciera que en la teología progresista el amor que siente Dios por los pobres y otras categorías mencionadas es un amor de predilección. Y desde luego que lo es: pero es que Dios prefiere a los pequeños[12]. Ser pobre de espíritu no es ser carenciado. He aquí el error moderno de la llamada teología de la liberación (versión argentina, teología del pueblo): para imitar a Nuestro Señor, vayamos hacia los carenciados. No importa si no quieren trabajar, o son drogadictos, o ladrones o asesinos; el sistema los ha marginado. No importa que no se hayan arrepentido ni crean en la Buena Noticia. No es culpa de ellos sino de la sociedad. ¡Corramos a su encuentro! Cual cruzados modernos, estos teólogos prorrumpen en el grito: ¡Dios lo quiere!

He aquí el nacimiento de tantos males modernos: la suposición de una responsabilidad personal nula de los carenciados, el garantismo en la aplicación de la ley, el fomento del odio de clases, el discurso anticapitalista enraizado en un marxismo disfrazado, el odio hacia una supuesta oligarquía terrateniente y tantos otros. Un supuesto amor que al final engendra odio. Así recibí un escupitajo en el rostro y el epíteto “oligarca”, simplemente porque estaba sentado en un transporte público vestido de traje y corbata. Hasta eso hemos llegado. Doy fe.

De hecho, Nuestro Señor también se relacionaba con los ricos: unos, pobres de espíritu, como Nicodemo, otros, como aquel joven de quien no sabemos su nombre, que cumplían todos los mandamientos, pero no se despojaban de aquello que más querían, y que no era Dios.[13]

El número nueve es quizás el texto más logrado acerca de la misericordia, y la necesidad que tenemos los hijos de Dios de imitar su obrar: llevar a acto la imagen de Dios de la que fuimos hechos.

Cabe sin embargo repetir la pregunta ya formulada: ¿es posible perdonar, es decir según el DRAE[14] “Remitir la deuda, ofensa, falta, delito u otra cosa”, sin antes el arrepentimiento de quien ofende?
Finaliza este acápite con dos frases de gran peso y obligación: “Como ama el Padre, así aman los hijos. Como Él es misericordioso, así estamos nosotros llamados a ser misericordiosos los unos con los otros”.

El número diez trae nuevamente a la atención algunos pensamientos centrales que es necesario analizar: en primer lugar, la frase “Tal vez por mucho tiempo nos hemos olvidado de indicar y de andar por la vía de la misericordia. Por una parte, la tentación de pretender siempre y solamente la justicia ha hecho olvidar que ella es el primer paso, necesario e indispensable; la Iglesia no obstante necesita ir más lejos para alcanzar una meta más alta y más significativa”.

En verdad, esta frase ignora una de las verdades más importantes acerca de la noción de Dios: Él es el Ser Supremo infinitamente justo e infinitamente misericordioso a la vez.

Pensar en ser justos con una opción superadora que vendría a ser la misericordia es abrirles las puertas de la salvación a todos los hombres, quitándole su responsabilidad moral. Algo tremendamente injusto.

Existen dos momentos en la historia de la salvación que pueden aparecer distintos, pero no lo son. El primero es la aparición del Mesías, quien dice que no ha venido a juzgar[15] pero a continuación dice: el que cree en Mí no es condenado, pero aquel que no crea, ya está condenado[16] En eso consiste el juicio.

El segundo momento es la venida del Juez Fiel y Veraz: el Juicio Final[17] Algunas personas creen que en el período entre la primera y segunda venida la norma no es nada más que la misericordia[18]. Esto está muy alejado de la verdad, pues es el Hombre quien se condena a sí mismo rechazando al Espíritu de Dios.

Para Dios, el Ser Supremo, todo es un eterno presente. El drama de la historia colectiva y personal de cada hombre que ha vivido o vivirá se encuentra frente a sus ojos. Es por eso que no hay dos momentos. La Escritura es tremendamente coherente en la medida en que se piense que en ella es Dios mismo quien habla a los hombres. Dios no puede ser de una manera en su primera venida y de otra en la parusía. Juzgar la historia de la salvación con categorías humanas puede ser una trampa mortal para cualquier conclusión teológica.

FIN DE LA PRIMERA ENTREGA


[1] Bula, del latín bulla: Documento pontificio relativo a materia de fe o de interés general, concesión de gracias o privilegios o asuntos judiciales o administrativos, expedido por la Cancillería Apostólica y autorizado por el sello de su nombre u otro parecido estampado con tinta roja. Sello de plomo que va pendiente de ciertos documentos pontificios y que por un lado representa las cabezas de San Pedro y San Pablo y por el otro lleva el nombre del Papa.
[2] Romano Guardini, Ética: lecciones en la Universidad de Múnich, Cap. III, Biblioteca de Autores Cristianos, 1999
[3] Al respecto, véase la perícopa Mt 13, 1-23
[4] Marcos 8:38
[5] Mt, 24
[6]  Los mensajes de Nuestra Señora de la Salette para el mundo dados en 1846 son importantes y actuales para nuestros días: "No ofendan más a Dios (no pequen más) y hagan penitencia; si no, terribles pruebas y sufrimientos vendrán sobre el mundo". El mismo mensaje ha dado Nuestra Señora en Lourdes y en Fátima: oración, penitencia y consagración a su Inmaculado Corazón.
[7] Jn 13:34
[8] Mt 10,34
[9] Consúltese Catecismo de la Iglesia Católica, 846-848
[10] La cena pascual judía, o Seder de Pascua, concluía en el tiempo de Jesús, y concluye también hoy, con la recitación de unos salmos especiales que se llaman Hallel, o alabanza. Se llaman así porque todos ellos comienzan con las palabras Hallelu Yah, "Alabad al Señor". Este Hallel se divide en dos partes, el pequeño Hallel, formado por los salmos 113 al 118, y el gran Hallel, el salmo 136 de la Biblia hebrea. Es el salmo conclusivo de la cena pascual, el más solemne e importante de todos.
[11] Salmo 136, Biblia de Jerusalen
[12] Ya lo sabía muy bien Santa Teresita del Niño Jesús, quien explícitamente dijo que lo que Dios amaba en ella era su pequeñez.
[13] Mt 19, 16-22
[14] Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua
[15] “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvado por Él” Jn 3, 17.
[16] Jn 3, 18-19
[17] Apocalipsis 19, 11-21
[18] Al respecto, véase el libro: El Pato apresurado o apología de los hombres, BAC, 301 Madrid 1970

martes, 1 de septiembre de 2015

Filial súplica a Su Santidad

Si después de leer esta súplica al Santo Padre, se encuentra de acuerdo, puede firmarla en este enlace:
http://filialsuplicapapa.org/



Beatísimo Padre,
En vista del Sínodo sobre la familia de octubre de 2015, nos dirigimos filialmente a V.S. para manifestarle nuestras aprensiones y esperanzas sobre el futuro de la familia.
Nuestras aprensiones se deben a que, desde hace décadas, asistimos a una revolución sexual promovida por una alianza de poderosas organizaciones, fuerzas políticas y medios de comunicación, que atenta paso a paso contra la existencia misma de la familia como célula básica de la sociedad. Desde la llamada Revolución del 68 padecemos una imposición gradual y sistemática de costumbres morales contrarias a la ley natural y divina, tan implacable que hace hoy posible, por ejemplo, que se enseñe en muchos lugares la aberrante “ideología del género” aún en la tierna infancia.
Ante ese oscuro designio ideológico, la enseñanza católica sobre el Sexto Mandamiento de la Ley de Dios es como una antorcha encendida que atrae numerosas personas - agobiadas por la propaganda hedonista - al modelo casto y fecundo de familia predicado por el Evangelio y conforme al orden natural.
Santidad, a raíz de las informaciones difundidas por ocasión del pasado Sínodo, constatamos con dolor que, para millones de fieles, la luz de esa antorcha pareció vacilar por causa de los vientos malsanos de estilos de vida propagados por lobbies anticristianos. En efecto, constatamos una generalizada desorientación causada por la eventualidad de que en el seno de la Iglesia se haya abierto una brecha que permita la aceptación del adulterio – mediante la admisión a la Eucaristía de parejas divorciadas vueltas a casar civilmente – e, incluso, una virtual aceptación de las propias uniones homosexuales, prácticas éstas categóricamente condenadas como contrarias a la ley divina y natural.
De esta desorientación brota paradójicamente nuestra esperanza.
Sí, pues en esta situación una esclarecedora palabra vuestra será la única vía para superar la creciente confusión entre los fieles. Ella impediría que se relativice la misma enseñanza de Jesucristo y disiparía las tinieblas que se proyectan sobre el futuro de nuestros hijos, si esa antorcha dejase de iluminarles el camino.
Esta palabra, Santo Padre, os la imploramos con corazón devoto por todo lo que sois y representáis, seguros que ella jamás podrá disociar la práctica pastoral de la enseñanza legada por Jesucristo y sus vicarios, porque esto sólo aumentaría la confusión. Jesús nos ha enseñado, en efecto, con toda claridad la coherencia que debe existir entre la verdad y la vida (cfr. Jn 14, 6-7) así como nos ha advertido que el único modo de no sucumbir es poniendo en práctica su doctrina (cfr. Mt 7, 24-27).
Al pedirle la Bendición Apostólica, le aseguramos nuestras oraciones a la Sagrada Familia - Jesús, María y José - para que ilumine a S.S. en esta circunstancia tan trascendental.


Beatísimo Padre,
En vista del Sínodo sobre la familia de octubre de 2015, nos dirigimos filialmente a V.S. para manifestarle nuestras aprensiones y esperanzas sobre el futuro de la familia.
Nuestras aprensiones se deben a que, desde hace décadas, asistimos a una revolución sexual promovida por una alianza de poderosas organizaciones, fuerzas políticas y medios de comunicación, que atenta paso a paso contra la existencia misma de la familia como célula básica de la sociedad. Desde la llamada Revolución del 68 padecemos una imposición gradual y sistemática de costumbres morales contrarias a la ley natural y divina, tan implacable que hace hoy posible, por ejemplo, que se enseñe en muchos lugares la aberrante “ideología del género” aún en la tierna infancia.
Ante ese oscuro designio ideológico, la enseñanza católica sobre el Sexto Mandamiento de la Ley de Dios es como una antorcha encendida que atrae numerosas personas - agobiadas por la propaganda hedonista - al modelo casto y fecundo de familia predicado por el Evangelio y conforme al orden natural.
Santidad, a raíz de las informaciones difundidas por ocasión del pasado Sínodo, constatamos con dolor que, para millones de fieles, la luz de esa antorcha pareció vacilar por causa de los vientos malsanos de estilos de vida propagados por lobbies anticristianos. En efecto, constatamos una generalizada desorientación causada por la eventualidad de que en el seno de la Iglesia se haya abierto una brecha que permita la aceptación del adulterio – mediante la admisión a la Eucaristía de parejas divorciadas vueltas a casar civilmente – e, incluso, una virtual aceptación de las propias uniones homosexuales, prácticas éstas categóricamente condenadas como contrarias a la ley divina y natural.
De esta desorientación brota paradójicamente nuestra esperanza.
Sí, pues en esta situación una esclarecedora palabra vuestra será la única vía para superar la creciente confusión entre los fieles. Ella impediría que se relativice la misma enseñanza de Jesucristo y disiparía las tinieblas que se proyectan sobre el futuro de nuestros hijos, si esa antorcha dejase de iluminarles el camino.
Esta palabra, Santo Padre, os la imploramos con corazón devoto por todo lo que sois y representáis, seguros que ella jamás podrá disociar la práctica pastoral de la enseñanza legada por Jesucristo y sus vicarios, porque esto sólo aumentaría la confusión. Jesús nos ha enseñado, en efecto, con toda claridad la coherencia que debe existir entre la verdad y la vida (cfr. Jn 14, 6-7) así como nos ha advertido que el único modo de no sucumbir es poniendo en práctica su doctrina (cfr. Mt 7, 24-27).
Al pedirle la Bendición Apostólica, le aseguramos nuestras oraciones a la Sagrada Familia - Jesús, María y José - para que ilumine a S.S. en esta circunstancia tan trascendental.
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Nuestras aprensiones se deben a que, desde hace décadas, asistimos a una revolución sexual promovida por una alianza de poderosas organizaciones, fuerzas políticas y medios de comunicación, que atenta paso a paso contra la existencia misma de la familia como célula básica de la sociedad. Desde la llamada Revolución del 68 padecemos una imposición gradual y sistemática de costumbres morales contrarias a la ley natural y divina, tan implacable que hace hoy posible, por ejemplo, que se enseñe en muchos lugares la aberrante “ideología del género” aún en la tierna infancia.
Ante ese oscuro designio ideológico, la enseñanza católica sobre el Sexto Mandamiento de la Ley de Dios es como una antorcha encendida que atrae numerosas personas - agobiadas por la propaganda hedonista - al modelo casto y fecundo de familia predicado por el Evangelio y conforme al orden natural.
Santidad, a raíz de las informaciones difundidas por ocasión del pasado Sínodo, constatamos con dolor que, para millones de fieles, la luz de esa antorcha pareció vacilar por causa de los vientos malsanos de estilos de vida propagados por lobbies anticristianos. En efecto, constatamos una generalizada desorientación causada por la eventualidad de que en el seno de la Iglesia se haya abierto una brecha que permita la aceptación del adulterio – mediante la admisión a la Eucaristía de parejas divorciadas vueltas a casar civilmente – e, incluso, una virtual aceptación de las propias uniones homosexuales, prácticas éstas categóricamente condenadas como contrarias a la ley divina y natural.
De esta desorientación brota paradójicamente nuestra esperanza.
Sí, pues en esta situación una esclarecedora palabra vuestra será la única vía para superar la creciente confusión entre los fieles. Ella impediría que se relativice la misma enseñanza de Jesucristo y disiparía las tinieblas que se proyectan sobre el futuro de nuestros hijos, si esa antorcha dejase de iluminarles el camino.
Esta palabra, Santo Padre, os la imploramos con corazón devoto por todo lo que sois y representáis, seguros que ella jamás podrá disociar la práctica pastoral de la enseñanza legada por Jesucristo y sus vicarios, porque esto sólo aumentaría la confusión. Jesús nos ha enseñado, en efecto, con toda claridad la coherencia que debe existir entre la verdad y la vida (cfr. Jn 14, 6-7) así como nos ha advertido que el único modo de no sucumbir es poniendo en práctica su doctrina (cfr. Mt 7, 24-27).
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Nuestras aprensiones se deben a que, desde hace décadas, asistimos a una revolución sexual promovida por una alianza de poderosas organizaciones, fuerzas políticas y medios de comunicación, que atenta paso a paso contra la existencia misma de la familia como célula básica de la sociedad. Desde la llamada Revolución del 68 padecemos una imposición gradual y sistemática de costumbres morales contrarias a la ley natural y divina, tan implacable que hace hoy posible, por ejemplo, que se enseñe en muchos lugares la aberrante “ideología del género” aún en la tierna infancia.
Ante ese oscuro designio ideológico, la enseñanza católica sobre el Sexto Mandamiento de la Ley de Dios es como una antorcha encendida que atrae numerosas personas - agobiadas por la propaganda hedonista - al modelo casto y fecundo de familia predicado por el Evangelio y conforme al orden natural.
Santidad, a raíz de las informaciones difundidas por ocasión del pasado Sínodo, constatamos con dolor que, para millones de fieles, la luz de esa antorcha pareció vacilar por causa de los vientos malsanos de estilos de vida propagados por lobbies anticristianos. En efecto, constatamos una generalizada desorientación causada por la eventualidad de que en el seno de la Iglesia se haya abierto una brecha que permita la aceptación del adulterio – mediante la admisión a la Eucaristía de parejas divorciadas vueltas a casar civilmente – e, incluso, una virtual aceptación de las propias uniones homosexuales, prácticas éstas categóricamente condenadas como contrarias a la ley divina y natural.
De esta desorientación brota paradójicamente nuestra esperanza.
Sí, pues en esta situación una esclarecedora palabra vuestra será la única vía para superar la creciente confusión entre los fieles. Ella impediría que se relativice la misma enseñanza de Jesucristo y disiparía las tinieblas que se proyectan sobre el futuro de nuestros hijos, si esa antorcha dejase de iluminarles el camino.
Esta palabra, Santo Padre, os la imploramos con corazón devoto por todo lo que sois y representáis, seguros que ella jamás podrá disociar la práctica pastoral de la enseñanza legada por Jesucristo y sus vicarios, porque esto sólo aumentaría la confusión. Jesús nos ha enseñado, en efecto, con toda claridad la coherencia que debe existir entre la verdad y la vida (cfr. Jn 14, 6-7) así como nos ha advertido que el único modo de no sucumbir es poniendo en práctica su doctrina (cfr. Mt 7, 24-27).
Al pedirle la Bendición Apostólica, le aseguramos nuestras oraciones a la Sagrada Familia - Jesús, María y José - para que ilumine a S.S. en esta circunstancia tan trascendental.
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Nuestras aprensiones se deben a que, desde hace décadas, asistimos a una revolución sexual promovida por una alianza de poderosas organizaciones, fuerzas políticas y medios de comunicación, que atenta paso a paso contra la existencia misma de la familia como célula básica de la sociedad. Desde la llamada Revolución del 68 padecemos una imposición gradual y sistemática de costumbres morales contrarias a la ley natural y divina, tan implacable que hace hoy posible, por ejemplo, que se enseñe en muchos lugares la aberrante “ideología del género” aún en la tierna infancia.
Ante ese oscuro designio ideológico, la enseñanza católica sobre el Sexto Mandamiento de la Ley de Dios es como una antorcha encendida que atrae numerosas personas - agobiadas por la propaganda hedonista - al modelo casto y fecundo de familia predicado por el Evangelio y conforme al orden natural.
Santidad, a raíz de las informaciones difundidas por ocasión del pasado Sínodo, constatamos con dolor que, para millones de fieles, la luz de esa antorcha pareció vacilar por causa de los vientos malsanos de estilos de vida propagados por lobbies anticristianos. En efecto, constatamos una generalizada desorientación causada por la eventualidad de que en el seno de la Iglesia se haya abierto una brecha que permita la aceptación del adulterio – mediante la admisión a la Eucaristía de parejas divorciadas vueltas a casar civilmente – e, incluso, una virtual aceptación de las propias uniones homosexuales, prácticas éstas categóricamente condenadas como contrarias a la ley divina y natural.
De esta desorientación brota paradójicamente nuestra esperanza.
Sí, pues en esta situación una esclarecedora palabra vuestra será la única vía para superar la creciente confusión entre los fieles. Ella impediría que se relativice la misma enseñanza de Jesucristo y disiparía las tinieblas que se proyectan sobre el futuro de nuestros hijos, si esa antorcha dejase de iluminarles el camino.
Esta palabra, Santo Padre, os la imploramos con corazón devoto por todo lo que sois y representáis, seguros que ella jamás podrá disociar la práctica pastoral de la enseñanza legada por Jesucristo y sus vicarios, porque esto sólo aumentaría la confusión. Jesús nos ha enseñado, en efecto, con toda claridad la coherencia que debe existir entre la verdad y la vida (cfr. Jn 14, 6-7) así como nos ha advertido que el único modo de no sucumbir es poniendo en práctica su doctrina (cfr. Mt 7, 24-27).
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