Un
día, un peregrino avanzaba por un sendero muy parecido al que
muestra la foto que encabeza este blog.
A
pesar de ser un hombre avezado en el Camino, y haber superado noches
negras, silencios sin respuestas aparentes, tormentas espirituales,
tentaciones, el peregrino no pudo menos que sorprenderse al encontrar
-en fila- a lo largo de cortos trechos, tres peregrinos sentados en
sendas piedras planas, que parecían puestas allí ad hoc.
La
característica del verdadero peregrino es la marcha. A pesar de ello,
quizás, por la sorpresa y la curiosidad que le suscitaron los tres personajes, hizo que el viajero
detuviera por un momento su andar y se dirigiera al primer sedente.
Pensaba además que quizás necesitaban ayuda.
-Buenos
días, dijo, en tono amistoso: ¿acaso puedo ayudarte en algo?
El
otro contestó con voz rasposa:
-No
puedes ayudarme en nada. El camino ya no tiene sentido para mí, pues
he perdido la Fe. Creo que no llegaré nunca a nada, por más que me
esfuerce.
¿Qué
decir a una persona que brinda semejante respuesta? El caminante
contestó “oraré para que el Espíritu Santo te otorgue el don de
la Fe” Y se alejó, entristecido.
A
poco de andar, se encontró con el segundo sedente. Al repetirle la
pregunta efectuada al primer hombre sentado, este contestó:
-No
puedes ayudarme en nada. Yo no he perdido mi Fe, y creo firmemente
con mi inteligencia en las enseñanzas recibidas. Pero he encontrado
que la Fe que me ha sido dada por los sacramentos ha perdido su
eficacia. No llegaré a ninguna parte.
El
caminante se lamentó en alta voz con su interlocutor,
solidarizándose con su desgracia, y le dijo:
-Oraré
para que tu Fe vuelva a vivir en ti.
Y
prosiguió su camino.
Al
encontrarse con el tercer sedente, le efectuó la misma pregunta que
a los anteriores. El hombre le contestó:
-Mi
corazón se ha secado. Ya no siento nada, y el Camino ha dejado de
tener sentido. Creo que moriré aquí sentado.
El
Caminante Peregrino también se solidarizó con él, y le dijo:
-Que
el Corazón de Jesús en quien confío, te otorgue una llama de su
amor.
El
Caminante se alejó, entristecido por sus hermanos peregrinos que
habían quedado en el Camino, y reflexionando sobre lo visto y
vivido.
Tanto
oró, y tanto reflexionó sobre estos tres hombres sedentes, que la
anécdota se transformó en una historia que nuestro caminante
peregrino se encargó de transmitir de boca a boca a cuantos otros se
cruzaba en el sendero.
Para
cuando llegó a mí, ya tenía moraleja, y
es esta:
La
responsabilidad de los tres era evidente, pues Cristo nos exige una
disposición interior para poder obrar. Esta disposición interior
comienza con la humildad (Mat.
8:5-13). Este es el elemento
común a los tres personajes.
Respecto
del primero, la Fe no es una “cosa” que se extravía, es un don
que se cultiva e incrementa por la oración, por las obras de piedad
y misericordia.
Quizás
el obstáculo principal para conservarla es no considerar a ella
un tesoro precioso, digno de cualquier sacrificio, hasta el martirio.
Para
algunos es simplemente un supuesto de vida, algo que está allí y
que no hace falta cuidar. Parecieran creer que la Fe se ocupa de sí
misma.
Para
mantener la Fe es necesaria la asiduidad con
la Eucaristía y una necesidad de reparación continua al Corazón
amantísimo de Jesús, que supone penitencia y amor de nuestra parte.
El
segundo sedente aparentemente
piensa
que la Fe ha perdido su eficacia. Esto ocurre a menudo, cuando la Fe
se intelectualiza de tal forma que ya se ve transformada en un mero
conocimiento. No
es que ha perdido su eficacia: es
que no es fe. ¡Cuántos miembros de la Iglesia entran en esta
categoría!
El
mejor de los teólogos puede carecer de Fe. Ya lo dice la Escritura:
Destruiré
la sabiduría de los sabios y rechazaré la ciencia de los
inteligentes (Is. 29,14).
El
presupuesto de la Fe verdadera es que la misma de por sí es
indemostrable: se cree o no se cree. No obstante, puede acrecentarse
por el estudio de la Escrituras y su reflexión sistemática, a
condición de no ser transformada en “ciencia”.
Quizás
el drama del tercer sedente es el mayor: “mi corazón se ha
secado”, dice.
Ya no cree con el corazón, el órgano por excelencia del hombre
religioso.
Existen
varias respuestas al resecamiento
del corazón, pero
la principal razón de este fenómeno es el egoísmo.
Sin
darse cuenta, en su corazón Cristo ha dejado de ocupar el lugar
principal. Su egoísmo lo ha llevado a ser él el protagonista de su
historia. Es un ser auto suficiente, donde no se da el milagro de la
Eucaristía: ser cada vez menos “nosotros”, y cada día más Él.
Es
un pobre hombre a la deriva, que con frecuencia busca otros afectos
relacionados consigo mismo, para auto satisfacerse. Mientras tanto,
se da cuenta que cada vez puede amar menos, hasta que deja de
importarle.
De
ahí que se deje morir en el Camino. Ese sector del Camino, es todo
lo que puede ver y
todo lo que le queda.
Para él la realidad comienza y termina hasta donde alcanza su corta
vista.
Se
han
olvidado del salmo: (27:4-13)
In te Domine speravi.