sábado, 7 de julio de 2012

Tres peregrinos sedentes


Un día, un peregrino avanzaba por un sendero muy parecido al que muestra la foto que encabeza este blog.

A pesar de ser un hombre avezado en el Camino, y haber superado noches negras, silencios sin respuestas aparentes, tormentas espirituales, tentaciones, el peregrino no pudo menos que sorprenderse al encontrar -en fila- a lo largo de cortos trechos, tres peregrinos sentados en sendas piedras planas, que parecían puestas allí ad hoc.

La característica del verdadero peregrino es la marcha. A pesar de ello, quizás, por la sorpresa y la curiosidad que le suscitaron los tres personajes, hizo que el viajero detuviera por un momento su andar y se dirigiera al primer sedente. Pensaba además que quizás necesitaban ayuda.

-Buenos días, dijo, en tono amistoso: ¿acaso puedo ayudarte en algo?
El otro contestó con voz rasposa:

-No puedes ayudarme en nada. El camino ya no tiene sentido para mí, pues he perdido la Fe. Creo que no llegaré nunca a nada, por más que me esfuerce.
¿Qué decir a una persona que brinda semejante respuesta? El caminante contestó “oraré para que el Espíritu Santo te otorgue el don de la Fe” Y se alejó, entristecido.

A poco de andar, se encontró con el segundo sedente. Al repetirle la pregunta efectuada al primer hombre sentado, este contestó:

-No puedes ayudarme en nada. Yo no he perdido mi Fe, y creo firmemente con mi inteligencia en las enseñanzas recibidas. Pero he encontrado que la Fe que me ha sido dada por los sacramentos ha perdido su eficacia. No llegaré a ninguna parte.

El caminante se lamentó en alta voz con su interlocutor, solidarizándose con su desgracia, y le dijo:

-Oraré para que tu Fe vuelva a vivir en ti.

Y prosiguió su camino.

Al encontrarse con el tercer sedente, le efectuó la misma pregunta que a los anteriores. El hombre le contestó:

-Mi corazón se ha secado. Ya no siento nada, y el Camino ha dejado de tener sentido. Creo que moriré aquí sentado.

El Caminante Peregrino también se solidarizó con él, y le dijo:

-Que el Corazón de Jesús en quien confío, te otorgue una llama de su amor.

El Caminante se alejó, entristecido por sus hermanos peregrinos que habían quedado en el Camino, y reflexionando sobre lo visto y vivido.

Tanto oró, y tanto reflexionó sobre estos tres hombres sedentes, que la anécdota se transformó en una historia que nuestro caminante peregrino se encargó de transmitir de boca a boca a cuantos otros se cruzaba en el sendero.

Para cuando llegó a mí, ya tenía moraleja, y es esta:
La responsabilidad de los tres era evidente, pues Cristo nos exige una disposición interior para poder obrar. Esta disposición interior comienza con la humildad (Mat. 8:5-13). Este es el elemento común a los tres personajes.

Respecto del primero, la Fe no es una “cosa” que se extravía, es un don que se cultiva e incrementa por la oración, por las obras de piedad y misericordia.

Quizás el obstáculo principal para conservarla es no considerar a ella un tesoro precioso, digno de cualquier sacrificio, hasta el martirio.

Para algunos es simplemente un supuesto de vida, algo que está allí y que no hace falta cuidar. Parecieran creer que la Fe se ocupa de sí misma.

Para mantener la Fe es necesaria la asiduidad con la Eucaristía y una necesidad de reparación continua al Corazón amantísimo de Jesús, que supone penitencia y amor de nuestra parte.

El segundo sedente aparentemente piensa que la Fe ha perdido su eficacia. Esto ocurre a menudo, cuando la Fe se intelectualiza de tal forma que ya se ve transformada en un mero conocimiento. No es que ha perdido su eficacia: es que no es fe. ¡Cuántos miembros de la Iglesia entran en esta categoría!

El mejor de los teólogos puede carecer de Fe. Ya lo dice la Escritura: Destruiré la sabiduría de los sabios y rechazaré la ciencia de los inteligentes (Is. 29,14).
El presupuesto de la Fe verdadera es que la misma de por sí es indemostrable: se cree o no se cree. No obstante, puede acrecentarse por el estudio de la Escrituras y su reflexión sistemática, a condición de no ser transformada en “ciencia”.

Quizás el drama del tercer sedente es el mayor: “mi corazón se ha secado”, dice. Ya no cree con el corazón, el órgano por excelencia del hombre religioso.
Existen varias respuestas al resecamiento del corazón, pero la principal razón de este fenómeno es el egoísmo.

Sin darse cuenta, en su corazón Cristo ha dejado de ocupar el lugar principal. Su egoísmo lo ha llevado a ser él el protagonista de su historia. Es un ser auto suficiente, donde no se da el milagro de la Eucaristía: ser cada vez menos “nosotros”, y cada día más Él.

Es un pobre hombre a la deriva, que con frecuencia busca otros afectos relacionados consigo mismo, para auto satisfacerse. Mientras tanto, se da cuenta que cada vez puede amar menos, hasta que deja de importarle.

De ahí que se deje morir en el Camino. Ese sector del Camino, es todo lo que puede ver y todo lo que le queda. Para él la realidad comienza y termina hasta donde alcanza su corta vista.

Se han olvidado del salmo: (27:4-13)
Pero de una cosa estoy seguro: he de ver la bondad del Señor en la tierra de los vivientes.

In te Domine speravi.